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Introducción Histórica

Esta es la puerta natural que, tiene la ciudad cuando sale a la montaña, Ribera del Torío. Paso astur antes que prado romano. Restos de castros en los cerros del valle recuerdan que Roma despobló las alturas y condenó a los vecinos al arado y al callado, junto al camino y el río, a la vista; aún más en esta tierra tan a mano de la Legio VII acuartelada en lo que hoy es León, apenas a tres leguas. La historia debió transcurrir con amabilidad los siglos posteriores porque no hay noticias ni turbulencias señalables en los siglos bárbaros, pero permanecería en silencio durante cien años, desolada, fronteriza, tras la invasión musulmana.

En el siglo X se iniciaría la repoblación de esta ribera y del territorio leonés tras progresar el frente de Reconquista. Se produce entonces un fenómeno característico de tierra leonesa, la llegada masiva de cristianos arabizados que después de casi dos siglos de convivencia islámica se refugian en la única retaguardia relativamente pacificada y que necesitaba nuevos colonizadores. Son monjes y cristianos mozárabes. Fundan monasterios, pequeños cenobios con tierras de labor, nacen a su sombra nuevos pueblos, muchas veces reconstruidos.

La presencia mozárabe en el Torío debió ser tan intensa como larga es la lista de nombres que les recuerdan. Villa Habíbí, Villa Zulema, Villalfeíde, Almuzara, Genicera, Gete... Es entonces cuando se levantan los monasterios de San Julián de Ruiforco y el de Santa María de Manzaneda. La arquitectura mozárabe no fue aquí tan señalada como en Escalada o Peñalba; sin embargo, sólo en el Torío se puede escuchar una Salve Mozárabe que es el último y único vestigio vivo de esta cultura, toda vez que la música puesta en códice aún no ha podido ser descifrada.

En el año 931, el Monasterio de Ruiforco serviría de confinamiento a Alfonso IV al que previamente había sacado los ojos su hermano Ramiro II tras disputarle el trono. Las posesíones reales en esta ribera pasarían a propiedad de las hijas de los reyes de la corte leonesa, hasta que finalmente doña Sancha cedió todos sus bienes al abad, pasando de ser ínfantado a considerarse abadengo. A los dominios de la abadía se añadirían señoríos posteriores como el de la casa de Luna, Quiñones litigantes. La sucesión de señoríos queda patente en dos pueblos, Palacio y Abadengo, que forman un mismo núcleo urbano, pero reflejando su distinta jurisdicción histórica.

En el siglo XVII el viejo Infantado quedaría dividido en tres jurisdicciones: una para el conde de Luna, otra para el regidor de León y una última para el abad de San Isidoro. Mientras tanto, todos estos pueblos fueron creciendo, liberándose de señoríos y haciendo reposar en el concejo vecinal su voluntad de gobernarse y regular sus bienes.


En iglesias y ermitas gastan estos pueblos su honra histórica y es en ellas donde mejor aprecian las huellas de los tiempos. Hay muchas en los pueblos del viejo Infantado. Casonas hidalgas, perfiles solariegos y piedra canteada recuerdan a cada paso que en estas calles y caminos se guarda mucha historia, visible también en la arquitectura tradicional y arcaísmos populares.

Garrafe, que fue señorío eclesiástico, se convertiría desde 1865 en cabecera municipal de la misma comunidad de pueblos que en la actualidad, a excepción de Matueca. Desde sus altos poblados de roble se contempla una gran vega y se comprueba, ciertamente, que la ajetreada historia ha sido amable a su paso por aquí.

 

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